"Las cosas más importantes son siempre las más difíciles de contar. Al formular de manera verbal algo que mentalmente nos parecía ilimitado, lo reducimos a tamaño natural. Todo aquello que considerábamos más importante está siempre demasiado cerca de nuestros sentimientos y deseos más recónditos. Y a veces hacemos revelaciones de este tipo y nos encontramos con la mirada extrañada de gente que no entiende en absoluto de lo que hemos contado, ni por qué nos puede parecer tan importante. Creo que eso es precisamente lo peor, que el secreto, lo siga siendo, no por falta de un narrador, sino por falta de un oyente comprensivo."
Stephen King
La venganza será terrible, el programa de Alejandro Dolina, no es un programa de radio convencional. En el panorama actual de ese medio es casi un milagro cultural. De martes a sábados a la hora del aquelarre, de 0 a 2, por radio Del Plata (AM 1030), Dolina y sus partenaires, Patricio Barton y Jorge Dorio, despliegan sus talentos y capacidades haciendo un programa divertido, inteligente y reflexivo, donde abundan -pero no dañan- la historia, la mitología, el arte y otras habilidades y conocimientos adquiridos o poseídos por la especie humana. Uno de los momentos imperdibles en La venganza será terrible es cuando una conversación rutinaria, espontáneamente -o no- se desvía por otro carril, inesperado. Cuando en la bifurcación del camino conversacional, diría el bardo Jorge Luis Borges, las palabras toman el sendero de la reflexión profunda, aguda y filosa.
El desvío que tomó una de esas charlas coloquiales, la noche del jueves 8 de noviembre de 2012, fue sobre el eventual caracter básico y efímero de algunos pasajes en una pieza musical. Decía Dolina, y yo estoy de acuerdo con él, que para plasmar en sonidos esos pasajes breves, que representan por ejemplo el galope del caballo, el paso del tigre o los cañones de la Obertura 1812, no son necesarios el arte, la llama sagrada o el genio. No son necesarios para representar, por ejemplo, el "chuf chuf chuf" de una locomotora, o el paso de ganso de los soldados; en cambio, el desafío está en representar, decía Dolina,
"la música de una ilusión". Ahí está el quid de la cuestión, en hacer la extensa y profunda obra que represente la ilusión, tal cual nosotros podemos vivirla.
Uno se ilusiona con un mundo mejor; con poder ahorrar para tener ese automóvil cero kilómetro; con jugar en la primera de ese gran club; con unas vacaciones en Bora Bora; con que sea correspondido lo que sentimos por la persona de la que nos hemos enamorado. Y todo eso no se lleva fácilmente al pentagrama. Es más, no se lleva fácilmente a ningún soporte de ningún medio de expresión, porque, generalizando, sea "la pintura de una ilusión", "la poesía de una ilusión", "el dibujo de una ilusión", el camino para una representación satisfactoria es azaroso, incierto y difícil. Dificultad de la que a continuación daré fe:
Hace varias decenas de millones de años, cuando los dinosaurios se enseñoreaban sobre la Tierra y yo (también dinosaurio) cursaba el quinto año de la secundaria, tomaba cuatro medios de transporte para llegar a la escuela (para más datos: de las polvorientas y a veces barrosas calles de tierra de Berazategui, a los godzillas de cemento de Callao y Corrientes, en la ciudad de la furia): colectivo, tren, subte y combinación a otro subte, esa era la secuencia de ida.
En la etapa de la estación, una chica rubia, de pelo largo y ondulado, de labios rojo carmesí y andar majestuoso, esperaba el mismo tren que yo, sentada lejos, pollera discreta, piernas juntitas. Ella me gustaba, me atraía, me enloquecía. Era algo mayor que yo, me enamoré a simple vista, platónicamente, idílicamente y a distancia... porque jamás me hubiera atrevido a acercarme siquiera a dos metros y menos aún a sentarme con ella, porque en estas cosas del amor y las mujeres siempre fui y seré un pánfilo, como Darín en cierto pasaje de "El secreto de sus ojos".
Pero yo estaba ilusionado. Me había ilusionado con que a falta de valor personal y de circunstancias más favorables, un acontecimiento fortuito, inesperado, haciendo de Cupido, cruzaría nuestras líneas cósmicas de vida y nos convertiría en amantes. Así de fácil, así de difícil, así de absurdo, porque había días en que ella no llegaba a tiempo para ese tren y yo, desilusionado, porque también estaba mi ilusión diaria de viajar juntos, la veía a través de la ventanilla llegar caminando por la calle lateral a la vía, no del lado de la fábrica Rigolleau, sino del otro lado, digamos del lado de la más lejana Ducilo, del lado de la costa.
Pero no importaba, "yo tenía un arma y sabía como usarla", me dije un día con soberbia, sin saber lo que me esperaba. A esa altura de mi vida yo tenía acumulado un millaje de varios años de dibujar y escribir de todo un poco, serio, trivial, aventurero, artístico, descartable. Entonces, me puse manos a la obra para dibujar esa ilusión. No importan los detalles, no importa lo que dibujé, importa que "el trazo de esa ilusión" no fue nada fácil. Una y otra vez lo intenté, a lo largo de ese quinto año de secundaria, pero nunca logré que lo representado fuera satisfactorio. Ese año aprendí que la ilusión, lo mismo que cualquier otra emoción o recóndito sentimiento, no es el "chuf chuf chuf" de la locomotora, la "diesel" que, irónicamente, impulsaba el tren que yo tomaba por ese entonces. Había fracasado, no fui capaz de sublimar esa ilusión sobre el papel. Lo esencial no estaba ahí, el dibujo era pura técnica, sin alma ni fuego.
Al año siguiente mis horarios cambiaron, con mis padres nos mudamos más cerca de la escuela y solo me bastaba tomar un colectivo para llegar a ella. Sin embargo, a pesar de lo improbable, me quedaba la ilusión -porque la ilusión tiene instinto de supervivencia y resiste hasta morir de pie- de encontrarla en esa travesía diaria, pero nunca más la vi. Mi línea de vida, al menos hasta hoy, nunca se cruzó con la suya. Sin embargo, haberla conocido durante ese año tuvo su fruto: la revelación de que los trazos de la ilusión y, por qué no, también los de la desilusión, o los de otros sentimientos o emociones, no se plasman exitosamente sin lucha, sin arte y sin alma. Es mi caso, por eso acabo de dar fe: a lo largo de todos estos años, a través de éxitos y fracasos, de vertiginosos altibajos creativos, alcancé, unas pocas veces, a representar algunas de esas emociones. Eso que la noche del 8 de noviembre Dolina, iluminado, explicaba en su gran programa.
Foto: Estación de Berazategui. Crédito:
Asociación Trabajadores de Museos, Museos de Berazategui.